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Cada cierto tiempo la clase social es asesinada por los investigadores, los políticos y hasta los medios de comunicación. En efecto, eventualmente un investigador de renombre clausura las divisiones de clase de nuestras sociedades y anuncia el fin de la importancia de este actor colectivo, con lo que se arma un buen debate que, con el tiempo, se salda con la resurrección, de una u otra forma, del enterrado.
Así sucedió cuando a finales de los noventa proliferaron en sociología trabajos como el de Jan Pakulski y Malcom Waters, titulado significativamente The Death of Class, o los de Seymour Martin Lipset o Anthony Giddens. Este último autor, por cierto, sirvió en aquellos años de referencia ideológica para la transición del partido laborista inglés hacia la llamada tercera vía, la cual propugnaba, y no por casualidad, la necesidad de concentrar el foco político en las clases medias y no en la clase trabajadora. El debate es muy rico y no ha lugar aquí a abordarlo, pero baste decir que en absoluto estuvo limitado al espectro ideológico liberal. Por el contrario, el posmarxismo de autores como André Gorz o Ernesto Laclau también transitó hacia lugares similares, aunque desde presupuestos epistemológicos distintos. Las transformaciones económicas, sociales y tecnológicas que estaban teniendo lugar, y que implicaban, entre otras cosas, la desindustrialización de las economías occidentales, los cambios en el consumo de las clases trabajadoras, la emergencia de nuevas demandas políticas como las ecologistas o la revigorización de la agenda feminista, etc. fueron el telón de fondo sobre el que se produjo el debate sobre el final de la clase.
Aunque en realidad nunca murió, la clase social en España ha parecido tener una nueva oportunidad a raíz de la última crisis económica. Desde entonces no sólo ha crecido el interés por las cuestiones económicas y la desigualdad, sino que, de hecho, se ha producido una creciente literatura vinculada directamente a la clase social. Así, en estas mismas páginas los artículos de Juan Ponte, Juan Andrade o X. López han puesto de manifiesto la actualidad de esta cuestión, mientras que editoriales como Akal o Siglo XXI llevan años editando buenos títulos al respecto.
Sin embargo, la irrupción de nuevos partidos en 2014 y 2015 por un momento pareció difuminar esta trayectoria. Tanto Podemos como Ciudadanos se definieron, a su manera, como partidos transversales o, en la jerga académica, catch-all, es decir, partidos interclasistas que tienden a disputar el centro del tablero político. Esto sería así al menos por dos razones. La primera, porque se presupone que es ahí donde se concentra más población y, por tanto, más posibilidades de lograr mayorías. La segunda, y relacionada con la anterior, porque la atención a grupos sociales específicos y minoritarios no permite en modo alguno lograr esas mayorías y, por ende, convierte la participación electoral en un mero juego carente de posibilidades. Como notó ya en los ochenta Adam Przeworski[1], es el dilema electoral que enfrentaron los partidos socialdemócratas ya a principios del siglo XX, cuando todavía eran comunistas, y que llevó a muchos de ellos a cambiar el discurso hacia fórmulas populistas que apelaban más al pueblo que a la clase. Otros autores, como Geoff Evans y James Tilley[2] han apuntado que este tipo de cambios refuerzan, a su vez, la pérdida de conciencia de la clase trabajadora. Sea como sea, el debate sobre la transversalidad era y es, en cierta medida, un debate sobre el desclasamiento.
Al mismo tiempo, y al calor de la ola reaccionaria mundial, en los últimos años ha tenido bastante apoyo la tesis según la cual el ascenso de la extrema derecha es responsabilidad de la clase trabajadora. Esta idea está extendida especialmente entre pensadores estadounidenses que, como Jim Goad o Mark Lilla, han visto en esta clase social el apoyo fundamental en la victoria de Donald Trump. A pesar de que investigaciones recientes como las de Ronald Inglehart[3] han mostrado claramente que dicha tesis es incorrecta, el mismo planteamiento ha sido importado a nuestro país como posible explicación de la irrupción de la extrema derecha.
Por estas razones nuestro interés reside en contrastar empíricamente dos hipótesis. En primer lugar, queremos conocer si el comportamiento electoral de la población española en 2015, 2016 y 2019 sufrió algún tipo de desclasamiento. En segundo lugar, queremos averiguar si la clase trabajadora se encuentra detrás del ascenso de Vox o, al menos, de las derechas españolas. En ambos casos usaremos algunos resultados de la investigación, más amplia, que se publicará en ¿Quién vota a la derecha? en la editorial Península en otoño de este año.
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