Barómetro Social
La política mantenida en España ha estado más orientada a asegurar el negocio inmobiliario que a proteger el derecho a la vivienda, a pesar de las crecientes movilizaciones de la población afectada.
El acceso a la vivienda, en condiciones aceptables, constituye uno de los pilares básicos de la calidad de vida y de la inserción social. Así fue recogido en el plano jurídico por la Constitución de 1978 al establecer para toda la ciudadanía el “derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” y exigir de los gobernantes una política de vivienda efectiva y que evitara la especulación: “los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación” (art. 47). Evidentemente, esta norma no se ha cumplido: ni los gobiernos han tomado a su cargo asegurar el disfrute efectivo de la vivienda de toda la ciudadanía ni se ha luchado contra la especulación inmobiliaria.
El contexto europeo: España es diferente
La política de vivienda aplicada a partir de la transición siguió anclada en el modelo franquista de apoyar la construcción de viviendas en propiedad, ya fuera en el sector mayoritario del mercado libre o mediante subvenciones para la construcción y compra de viviendas, a la vez que se dejaba en un callejón sin salida el alquiler de viviendas que era el mayoritario al acabar la guerra civil. Entre 1940 y 2018 se han sucedido 16 Planes Plurianuales de Vivienda, que tuvieron un momento de inflexión en la década de los años ochenta del siglo pasado. Hasta entonces el “problema de la vivienda” se planteaba en términos de escasez (déficit residencial que los Planes estimaban por encima del millón y medio de unidades), por lo que el Estado central financiaba tanto a los promotores privados de viviendas (“ayuda a la piedra”), como a los compradores a través de diversas fórmulas (subvenciones directas, deducción fiscal en el IRPF, etc.).
A diferencia del resto de Europa, España no apostó por la creación de parques de alquiler social para cubrir las demandas más urgentes, ni siquiera por facilitar el alquiler privado, que quedó congelado a raíz de la Ley de Arrendamientos Urbanos de 1946. Esta ley, con la intención demagógica de proteger a los inquilinos, estableció unas condiciones sumamente rígidas de congelación de precios y prórroga indefinida de los contratos que desincentivaron el desarrollo del mercado de alquiler, pasando éste del 51% en 1950 al 21% en 1981.
A partir de los años ochenta, el creciente superávit de viviendas en relación a los hogares colocó a España a la cabeza de la Unión Europea en este punto[1] e hizo que los planes fueran rebajando poco a poco su aportación a la construcción de nuevas Viviendas de Protección Oficial[2], orientándose más a la rehabilitación del parque existente y a pequeñas promociones de alquiler social para sectores con menos recursos, sobre todo para jóvenes[3]. Por otra parte, la llamada ley Boyer de 1985 y las posteriores modificaciones legislativas de 1994 y 2013 intentaron relanzar el mercado de alquiler al permitir fijar libremente los precios y suprimir la prórroga forzosa de los inquilinos. Sin embargo, esta nueva legislación produjo durante mucho tiempo una gran distorsión en el sector al dar lugar a unos precios inaccesibles en el caso de los nuevos alquileres, sobre todo en las grandes ciudades, junto a alquileres bajísimos de “renta antigua” anteriores a 1985.
En el nuevo estado de las autonomías la política de vivienda experimentó una notable descentralización y, aunque se han mantenido los Planes Nacionales, éstos se gestionan mediante convenios con las comunidades autónomas que a su vez delegan muchas funciones en los ayuntamientos, quienes se encargan de la aplicación de las normas y de la gestión del suelo a través de los Planes Generales de Ordenación Urbana, las normas subsidiarias y la delimitación del suelo urbano. Los tributos locales asociados a la construcción y transmisión de viviendas (licencia de obras, impuesto de plusvalías) o a su mantenimiento (impuesto anual de bienes inmuebles) son una fuente importante de ingresos para los ayuntamientos que les suele predisponer a calificar el suelo como urbanizable frente a otras alternativas posibles.
Entre 2001 y 2016 el número de hogares en España ha pasado de 14,2 a 18,4 millones. Las viviendas en propiedad sin deuda pendiente han sido en todo este período la forma de tenencia más frecuente y han aumentado en algo más de medio millón (de 8,4 a 9 millones); sin embargo, su peso relativo se ha reducido 10 puntos, bajando del 59 al 49%. Han crecido tres veces más las viviendas en alquiler, que han pasado de 1,6 a 3,2 millones, y cuatro veces más las viviendas compradas con hipoteca pendiente, que han pasado de 3,2 a 5,3 millones del parque de primeras viviendas. Esta última modalidad fue la que más creció hasta la llegada de la crisis, reduciendo después su peso en beneficio del alquiler que ha doblado su número en lo que llevamos de siglo y ha pasado del 14,2 al 17,3% en los últimos cinco años (Gráfico 1).
Gráfico 1. Viviendas principales en propiedad y alquiler en España (1950-2016)

Fuente: Elaboración propia a partir de los Censos de Población (1950-2011) y la Encuesta Continua de los Hogares (2016), ambas del INE. No se incluye “otra forma de tenencia”.
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