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El 3 de diciembre de 1984 se produjo una fuga de 27 toneladas de gases letales en la planta de fabricación de pesticidas de la empresa Union Carbide India Limited, situada en Bhopal (India), que convirtió a la ciudad en una cámara de gas. Las cifras de muertos y heridos son escalofriantes. Según fuentes del gobierno del Estado, murieron 5.200 personas y hubo varios miles de heridos, muchos de los cuales presentan discapacidades parciales permanentes. Otras investigaciones apuntan a 8.000 víctimas mortales y al menos 150.000 heridos; la International Campaign for Justice in Bhopal sostiene que desde aquél momento han muerto por causas relacionadas con la fuga de gas más de 22.000 personas.
El 24 de abril de 2013 el desplome del Rana Plaza, de ocho plantas, en Daca (Bangladesh) se saldó con la muerte de 1.129 personas, en su mayoría obreras textiles de grandes marcas internacionales de moda. El edificio estaba construido para albergar un centro comercial y no las cinco fábricas de ropa que alojaba dentro. El uso inadecuado provocó el rápido deterioro de la infraestructura y las miles de muertes.
La lista de casos en los que ciertas empresas y dirigentes han obtenido beneficios con la reducción de medidas de seguridad en la producción o con el empeoramiento de las condiciones de trabajo — violando los derechos humanos de personas y comunidades– es interminable. En la gran mayoría de ocasiones, los culpables de estas tragedias no han sido condenados; tampoco ha existido una efectiva reparación a las víctimas y a sus familiares.
Estos casos demuestran cómo las Empresas Transnacionales (ETN) se han convertido en una suerte de entidades intocables, en organizaciones descentralizadas, deslocalizadas, ramificadas en largas cadenas de suministro en las que se diluye la responsabilidad y se multiplican y diversifican las formas de explotación, relocalización, evasión y elusión de normas laborales o fiscales. Además, a través de la llamada captura corporativa (las formas y vías por las que la élite económica controla las decisiones de los Estados en su propio beneficio) estas empresas están consiguiendo que se adopten normas que les aseguran derechos específicos (los tratados de comercio e inversión por ejemplo, y una prueba de ella es el CETA, aprobado el viernes en el Senado) y que les permiten eludir las leyes estatales y escapar de la justicia.
Como señalan numerosos expertos en la materia, y muy particularmente el profesor Juan Hernández Zubizarreta y el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL), se ha conformado una arquitectura jurídica de la impunidad que actúa como una armadura casi inquebrantable para blindar a estas entidades. En este sentido, el caso Chevron/Texaco sigue siendo uno de los ejemplos más paradigmáticos de cómo una empresa transnacional puede destrozar una parte de la Amazonía, ser condenada en un proceso ante la jurisdicción del Estado donde se cometió el delito y escapar impune del cumplimiento de la sentencia.
¿Es posible poner fin a esta impunidad? ¿Puede perforarse la armadura jurídica de las transnacionales para obligarlas a respetar los derechos humanos y responder ante mecanismos efectivos de recurso y reparación de las víctimas? Centenares de organizaciones sociales, miles de activistas y un buen número de países, encabezados por Ecuador, afirman que sí.
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