La Paradoja de Kaldor
Las propuestas de reforma del Estado del bienestar son casi tan antiguas como la existencia del propio Estado del bienestar. Casi desde su nacimiento, se viene hablando de la necesidad de aplicar reformas. Los argumentos son muy variados: la necesidad de sostenibilidad, la justicia y la equidad, el daño al crecimiento económico y la eficiencia, la adaptación a las nuevas necesidades y riesgos sociales, la falta de legitimidad y un largo etcétera que han servido para que el Estado del bienestar estuviera en el punto de mira de sus críticos. Este argumentario crítico ha alimentado reformas -más o menos profundas- del Estado del bienestar tal y como se empezó a construir después de la II Guerra Mundial.
Ahora bien, si bien el Estado del bienestar no se ha desmantelado -como proponía, desde finales de los años setenta, el pensamiento neoliberal y la Economía de la Oferta-, ni ha llegado a una crisis fiscal irresoluble como vaticinaban los autores marxistas, sí que, en los últimos años, está sufriendo una permanente reestructuración.
A las tradicionales argumentaciones teóricas, se suman los efectos de una larga crisis económica que comenzó en 2007-2008 y cuyas secuelas alcanzan hasta la actualidad. Este fenómeno no es novedoso. El debate sobre la necesidad de reformar el Estado del bienestar se acentúa en los periodos de crisis económica. Muchos analistas y expertos (tanto del mundo académico, político y mediático), cuando se produce una merma considerable de los recursos públicos disponibles -resultado de la propia crisis económica- cuestionan la viabilidad financiera, económica y política de los regímenes de protección social. Lo suelen hacer a partir de proyecciones demográficas y económicas con una alta probabilidad de error, ya que las variables utilizadas, sobre todo económicas, son altamente impredecibles y sujetas a una elevada incertidumbre. La argumentación más extendida es que la crisis económica y la pirámide demográfica someten a cualquier Estado del bienestar a una presión financiera en forma de “tijera” (los ingresos públicos disminuyen mientras que los gastos públicos crecen). El resultado, desde esta perspectiva meramente contable, es la inviabilidad económica futura de los sistemas públicos sanitarios y de pensiones, pilares centrales del Estado del bienestar. Y es cierto que una crisis económica duradera y persistente, sí que puede reducir los recursos fiscales y sí que puede mermar a medio y largo plazo las bases de financiación de los gastos públicos sociales (al margen del cambio de las prioridades y preferencias políticas que puede ocasionar), pero este argumento nos parece extremadamente simple.
¿La supervivencia en el tiempo del Estado del bienestar significa que no son necesarias reformas? Evidentemente, la respuesta debería ser negativa. Como realidad institucional que es, requiere de cambios y reformas que lo adapten a las nuevas realidades sociales. Hacen falta reformas, pero no las que se han llevado a cabo que, únicamente, persiguen la moderación o reducción del gasto público social. La última crisis económica ha alimentado unas propuestas de reforma del Estado del bienestar cuyos objetivos finales han sido la reducción del gasto público, la deslegitimación de las políticas redistributivas, el recorte de los derechos sociales de ciudadanía, la reducción de la intensidad protectora y la disminución de la cobertura de las prestaciones sociales.
¿Y por qué creemos que hacen falta reformas? Primero porque el Estado del bienestar siempre ha sido una realidad institucional dinámica y cambiante. Y segundo, porque, en el momento actual, las transformaciones económicas y sociales se desarrollan a una velocidad de vértigo. En ese sentido, creemos que hay que adoptar reformas institucionales creativas e innovadoras que afronten los nuevos retos y desafíos de las nuevas realidades sociales y económicas. Estas recetas no pueden ser las que sirvieron en el pasado porque la realidad económica, política y social ha cambiado. Creemos que hay que hacer un esfuerzo de innovación social creativa que nos permita adaptar institucionalmente el Estado del bienestar a esta nueva realidad del siglo XXI. Pero esa revisión no debe pasar por su disminución, sino por todo lo contrario: por su universalización y profundización con fórmulas innovadoras, creativas y eficientes.
¿En qué puede estar basada esta nueva arquitectura del Estado del bienestar en el siglo XXI? Las nuevas acciones estratégicas del Estado del bienestar están justificadas por la aparición de los llamados “nuevos riesgos” y por una cierta incapacidad de la vieja arquitectura del Estado del bienestar tradicional en dar una respuesta eficaz e innovadora a los mismos. En este contexto de permanente reconfiguración del Estado del bienestar, algunos autores y analistas han repensado las líneas estratégicas de este “nuevo Estado del bienestar”. Su estructura institucional ha recibido diferentes denominaciones: “Estado de inversión social”, “Estado social activo”, “Estado social inversor”, “Tercera Vía” o, a veces y de manera simplificada, “Sociedad del bienestar”. Otros autores hablan de “Estado Dinamizador” con un nuevo “pilar de emancipación” (Mulas-Granados, C., 2010 : 60). En él se incluirían las respuestas a estas nuevas situaciones de vulnerabilidad y riesgos que el nuevo Estado del bienestar debería atender: familias monoparentales, la emancipación de los jóvenes, los problemas de integración laboral en la madurez (55 a 64 años), los parados de larga duración y en riesgo de exclusión, etc. En esta misma línea Aigenger y Leoni (2010 : 82) señalan tres piedras angulares de una estrategia de éxito: 1) flexibilidad gestionada y equilibrada; 2) prudencia fiscal más calidad del presupuesto y 3) inversión a futuro (investigación, educación, formación continua, tecnologías en TIC, biotecnología, etc.).
Este enfoque teórico conecta con la literatura económica y sociológica sobre la “pre-distribución” y de “la inversión social”. Desde este marco teórico se defiende la necesidad de repensar la función social del Estado, rediseñándolo hacia un Estado del bienestar “preventivo”, “proactivo” que enfatice en la inversión en el capital humano y que haga frente a los “nuevos riesgos sociales” por medio de una mayor inversión social (Zalakain y Barragué, 2017).
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